miércoles, 6 de julio de 2011

Desnudez y disfraz


Por Mishu Nogales


Avanzando va el cochabambino con la cabeza baja untándose los pies del barro que ensucia su piel, esperando limpiárselos con la brea que consume todo tras él. Pasos de hombre acomplejado avanzan sobre la tierra que sentimos a los pies deshonra. La esperada brea densa y oscura la va cubriendo, ahogando el barro ausente de tradición. Nuestro barro, mezcla de tierra, paja y agua que forjó nuestros campos, nuestro valle, nuestra gente. Barro resistente y potente que fue techo, fue plato, fue cama, así como fue la dureza que a la cara del campesino castiga cuando trabaja. Ahora es el barro que se pisa, barro al que se escupe, al que se cae, barro que se fundió con la piel, con la sangre, sangre que pasó desde el bisabuelo hasta tu padre y se arrastra en nuestras entrañas, pues deseosos andamos de secarla y así llenar las venas de placebos que apacigüen nuestra atormentada utopía.


K’ochala que así mismo se ha disminuido, lo va consumiendo el impotente y rabioso color sangre que hierve sus mejillas, que pica, que quema, que arde. Tropieza su caminar con la piedra del ego y cae estruendosamente a orillas de la laguna verdosa, oscura. Característico es su pudor que raspa los pulmones. Laguna del pueblo, laguna k’ochala. Humillado se levanta, por su percance. Sus ojos caen en el hombre del fondo del lago que lo observa. Nuboso ve su cuerpo. Está vestido de piel, no, no está desnudo. ¿Es acaso ese su rostro demacrado?, no, no, es una macrófita de las muchas que abundan en el lago. ¿Son los tumores de la envidia, el conformismo, y el aprovechamiento, los bultos que aparecen en su pecho? No, imposible, son cicatrices de las batallas del pasado. ¿No es acaso su lengua la que se relame y se retuerce por el error ajeno? No, cómo, es que ha sentido la dulzura de poder ayudar a mejorar. ¿No son esas abarcas las que van ocultas bajo el alquitrán? No, esos son pies descalzos y aquí no hay nada que mirar. De pronto siente las burlonas miradas que lo acosan, que ríen, que murmuran. Entonces cae en cuenta de que saliva ostentosa vomitó su cochabambina imperfección. Se retorcía su cuerpo en pupilas ajenas mientras tragaba la crítica envenenada y necrosó su alma. Ácido que salpica y nos desnuda entre la multitud que callada continúa escupiendo hacia nuestra imperfección. Es saliva propia mezclada con la de nuestra gente la que arma este charco sucio, profundo, contaminado. Charco de nuestro reflejo desnudo. Nuestra soberbia se condensa, cual gruesa neblina, frente a la realidad. Sin darse cuenta de su imagen, cerebro valluno, va formando espejismos distorsionados dentro sus párpados. Viste a la mentira de gala divina, y sus ojos como auténtica verdad la creen ver.


Intentando cubrir con sus manos la abundante piel expuesta al frío y cortante aire que respira la muchedumbre del mundo. Intentando tapar las manchas imborrables de indígena cultura. Escondiendo la tez canela untándose con pus que de sus heridas de rechazo desborda. Doblándose en el suelo para que la menor parte de su cuerpo quede al descubierto. Arañándose los ojos y mutilándose las orejas para no percibir el estruendo que lo castiga. Bifurcando su lengua para así oírse con acento diferente. Ensangrentado y adormecido de dolor con el alma en plena putrefacción y el cuerpo masacrado por su ego herido. Aún con fuerzas, aunque vanas, que exprimen su orgullo, el cochabambino altanero se levanta. Mira en su laguna llena de mugre, de barro, de pus. Mira hacia el fondo. Mira la superficie. Nada. Busca entre la basura mojada, las algas, el moho. Nada. Y lentamente, humillado, deshonrado, pero atento, se sumerge en su laguna, despreciable, pero suya, buscando encontrar el reflejo invisible de su identidad.

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